
Al nacer se nos da un nombre, una etiqueta, se nos designa un número y un grupo familiar. Si nace un niño instintivamente la familia piensa en el arquitecto, médico o científico que podrá ser; si es niña, imaginan cómo será de linda cuando crezca y los nietos y sobrinos que podrá producir y, en segundo lugar, se piensa en su profesión. La narración social e histórica que se ha hecho sobre la mujer, permite que, aún hoy en día, se piense en este binarismo separatista y deja muchos vacíos que es necesario que uno misma los complete para dar sentido a eso que aún nos cuesta entender ¿qué es ser mujer? Para esto es necesario hacer un recorrido que nos permita responder otras preguntas primogénitas ¿quiénes nos han narrado?, ¿de qué modo se ha hecho? Y ¿cómo ha afectado a la configuración personal de cada una? Este ensayo, pretende ser una reflexión sobre la historia de la mujer, una historia que parece ajena y que es necesario volver a escribir o por lo menos, volver a interpretar.
Tanto mujeres como hombres somos parte de esto que
llamamos sociedad y participamos de ella internalizando aquellas normas
sociales y culturales que desde nuestra infancia se nos inculcan y nos permiten
interactuar y convivir. La cultura aprendida trae consigo roles que parecen
estar definidos para uno u otro sexo y que con el tiempo, como mujeres, hemos
logrado expandir a nuestro favor aunque parecían imposibles de tocar (como usar
pantalón, votar, participar de puestos políticos, trabajar, manejar nuestro
dinero, el divorcio, etc.). Lo cierto es que la cultura si bien tiene sus
beneficios ha sido muy castigadora con el sexo femenino, siempre lo que se nos
permite o no hacer o ser ha sido definido por otros tanto del entorno cercano
como hijos, esposo, hermanos, familia (Seibert, 2010) hasta agentes sociales
desde filósofos griegos hasta científicos actuales, pero también el hombre
común que ha vivido y se ha educado en un sistema patriarcal compartido entre
las culturas.
Entre la gama de elementos que componen la identidad
cultural, la religión ha sido y sigue siendo un aspecto clave, compone uno de
los grandes poderes de la sociedad y ha intentado “guiar” a la humanidad a
partir de la imagen de Dios y todo aquello que suscita. Hay un fuerte discurso
religioso que guía el actuar y la definición de lo que nosotras somos. A partir
de las escrituras bíblicas se han rescatado principalmente aquellas partes
donde el rol del hombre es la de un sobreviviente, un ser que se enfrenta a las
adversidades y sale adelante – con la protección de Dios. En todo eso ¿Dónde
están las mujeres? Los relatos donde se les menciona muestran la dicotomía del
bien y el mal (la santa y la prostituta), modelando una figura estereotipada de
lo que es ser mujer y donde muchas de sus figuras muestran un modelo de fe y
colaboración para “el plan de Dios”, una verdad que parece ser absoluta e
irrevocable porque “así lo señalan las escrituras”.
Ahora bien, como señala Gonzáles Pérez (2010) “Ese
pensamiento unidireccional, repleto de prejuicios y rutinas en cada una de las
religiones mayoritarias del planeta, ha conducido a ignorar a las mujeres y
mantener la ausencia femenina en las jerarquías y el culto” (p. 469), esto se
traduce en inferioridad, sumisión y dominación de la mujer. La hegemonía
masculina que fue colmando las religiones y diversas creencias fue
invisibilizando las características de la imagen de la mujer que había en la
mitología, la imagen de la sacerdotisa, la diosa, la ninfa; mujeres con poder,
conciencia propia e identidad, por lo mismo, nuestra espiritualidad cada vez más
es buscada desde otros prismas alejados de los cultos oficiales, nos centramos
en símbolos y rituales pertenecientes a otras tradiciones, cosmovisiones y
tradiciones espirituales en una constante búsqueda para saber quiénes somos.
Por otro lado, no solo desde la espiritualidad se nos
ha narrado, también desde nuestros cuerpos. Algo tan personal como el cuerpo ha
sido deformado y construido desde un estereotipo que nos deja en la
superficialidad material como bien de consumo cuando en realidad “es receptor
de los acontecimientos sociales y culturales que suceden a su alrededor, y
además constituye una unidad biológicamente cambiante que en contacto con su
entorno se halla sujeto a significados diversos, importantes para la
comunicación social” (Delgado, 2001, p. 34). Nuestros cuerpos tienen memoria y con
ellos nos manifestamos frente a la sociedad patriarcal, es un territorio
violentado por las distintas esferas de la existencia humana que es necesario
defender y resignificar; para muchas mujeres ha sido el punto de partida para
la acción liberadora de la “historia del hombre” y así construir la historia de
la mujer. En este sentido, “la sexualidad, la reproducción y la violencia son
espacios cruciales para el bienestar y la integridad física de las mujeres”
(Ute Seibert, 2010, p. 212) y es en estos espacios donde reescribirnos y mirar
hacia nosotras mismas y no desde la mirada de otros es crucial.
Finalmente, mirando en el contexto actual, la crisis
sanitaria que nos afecta ha demostrado que los sistemas estatales gobernados
por mujeres han llevado de mejor modo la pandemia, pero así mismo hemos sido
las más afectadas por los altos índices de violencia intrafamiliar que se han
masificado por el confinamiento. Esto demuestra que la narración de quienes
somos aún no ha cambiado, los hombres y la sociedad en general sigue leyendo la
historia articulada por un sistema patriarcal hegemónico antiguo.
Seguimos siendo nosotras quienes tenemos que
construirnos y reconstruirnos para llegar a ser mujeres con todos los derechos
que eso conlleva, esto es un deber moral y personal donde deben primar la
reflexión y la acción radical transformadora a partir de nuestras experiencias,
de otro modo, no sabríamos quienes podemos ser. Las preguntas planteadas al
principio están en constante desarrollo y no existe una sola respuesta, la
diversidad de mujeres permite que cada una se narre a sí misma.