24 de mayo de 2020

QUIÉNES NOS HAN NOMBRADO MUJERES.


        

        Al nacer se nos da un nombre, una etiqueta, se nos designa un número y un grupo familiar. Si nace un niño instintivamente la familia piensa en el arquitecto, médico o científico que podrá ser; si es niña, imaginan cómo será de linda cuando crezca y los nietos y sobrinos que podrá producir y, en segundo lugar, se piensa en su profesión. La narración social e histórica que se ha hecho sobre la mujer, permite que, aún hoy en día, se piense en este binarismo separatista y deja muchos vacíos que es necesario que uno misma los complete para dar sentido a eso que aún nos cuesta entender ¿qué es ser mujer? Para esto es necesario hacer un recorrido que nos permita responder otras preguntas primogénitas ¿quiénes nos han narrado?, ¿de qué modo se ha hecho? Y ¿cómo ha afectado a la configuración personal de cada una? Este ensayo, pretende ser una reflexión sobre la historia de la mujer, una historia que parece ajena y que es necesario volver a escribir o por lo menos, volver a interpretar.

        Tanto mujeres como hombres somos parte de esto que llamamos sociedad y participamos de ella internalizando aquellas normas sociales y culturales que desde nuestra infancia se nos inculcan y nos permiten interactuar y convivir. La cultura aprendida trae consigo roles que parecen estar definidos para uno u otro sexo y que con el tiempo, como mujeres, hemos logrado expandir a nuestro favor aunque parecían imposibles de tocar (como usar pantalón, votar, participar de puestos políticos, trabajar, manejar nuestro dinero, el divorcio, etc.). Lo cierto es que la cultura si bien tiene sus beneficios ha sido muy castigadora con el sexo femenino, siempre lo que se nos permite o no hacer o ser ha sido definido por otros tanto del entorno cercano como hijos, esposo, hermanos, familia (Seibert, 2010) hasta agentes sociales desde filósofos griegos hasta científicos actuales, pero también el hombre común que ha vivido y se ha educado en un sistema patriarcal compartido entre las culturas.

Entre la gama de elementos que componen la identidad cultural, la religión ha sido y sigue siendo un aspecto clave, compone uno de los grandes poderes de la sociedad y ha intentado “guiar” a la humanidad a partir de la imagen de Dios y todo aquello que suscita. Hay un fuerte discurso religioso que guía el actuar y la definición de lo que nosotras somos. A partir de las escrituras bíblicas se han rescatado principalmente aquellas partes donde el rol del hombre es la de un sobreviviente, un ser que se enfrenta a las adversidades y sale adelante – con la protección de Dios. En todo eso ¿Dónde están las mujeres? Los relatos donde se les menciona muestran la dicotomía del bien y el mal (la santa y la prostituta), modelando una figura estereotipada de lo que es ser mujer y donde muchas de sus figuras muestran un modelo de fe y colaboración para “el plan de Dios”, una verdad que parece ser absoluta e irrevocable porque “así lo señalan las escrituras”.

Ahora bien, como señala Gonzáles Pérez (2010) “Ese pensamiento unidireccional, repleto de prejuicios y rutinas en cada una de las religiones mayoritarias del planeta, ha conducido a ignorar a las mujeres y mantener la ausencia femenina en las jerarquías y el culto” (p. 469), esto se traduce en inferioridad, sumisión y dominación de la mujer. La hegemonía masculina que fue colmando las religiones y diversas creencias fue invisibilizando las características de la imagen de la mujer que había en la mitología, la imagen de la sacerdotisa, la diosa, la ninfa; mujeres con poder, conciencia propia e identidad, por lo mismo, nuestra espiritualidad cada vez más es buscada desde otros prismas alejados de los cultos oficiales, nos centramos en símbolos y rituales pertenecientes a otras tradiciones, cosmovisiones y tradiciones espirituales en una constante búsqueda para saber quiénes somos.

Por otro lado, no solo desde la espiritualidad se nos ha narrado, también desde nuestros cuerpos. Algo tan personal como el cuerpo ha sido deformado y construido desde un estereotipo que nos deja en la superficialidad material como bien de consumo cuando en realidad “es receptor de los acontecimientos sociales y culturales que suceden a su alrededor, y además constituye una unidad biológicamente cambiante que en contacto con su entorno se halla sujeto a significados diversos, importantes para la comunicación social” (Delgado, 2001, p. 34). Nuestros cuerpos tienen memoria y con ellos nos manifestamos frente a la sociedad patriarcal, es un territorio violentado por las distintas esferas de la existencia humana que es necesario defender y resignificar; para muchas mujeres ha sido el punto de partida para la acción liberadora de la “historia del hombre” y así construir la historia de la mujer. En este sentido, “la sexualidad, la reproducción y la violencia son espacios cruciales para el bienestar y la integridad física de las mujeres” (Ute Seibert, 2010, p. 212) y es en estos espacios donde reescribirnos y mirar hacia nosotras mismas y no desde la mirada de otros es crucial.

Finalmente, mirando en el contexto actual, la crisis sanitaria que nos afecta ha demostrado que los sistemas estatales gobernados por mujeres han llevado de mejor modo la pandemia, pero así mismo hemos sido las más afectadas por los altos índices de violencia intrafamiliar que se han masificado por el confinamiento. Esto demuestra que la narración de quienes somos aún no ha cambiado, los hombres y la sociedad en general sigue leyendo la historia articulada por un sistema patriarcal hegemónico antiguo.

Seguimos siendo nosotras quienes tenemos que construirnos y reconstruirnos para llegar a ser mujeres con todos los derechos que eso conlleva, esto es un deber moral y personal donde deben primar la reflexión y la acción radical transformadora a partir de nuestras experiencias, de otro modo, no sabríamos quienes podemos ser. Las preguntas planteadas al principio están en constante desarrollo y no existe una sola respuesta, la diversidad de mujeres permite que cada una se narre a sí misma.